La Terapia Personal del Terapeuta
Con mucha frecuencia a los terapeutas “se nos olvida ir a terapia” o recurrimos al siempre muy socorrido “no tengo tiempo … y además ya fui a terapia mientras estudiaba”, “ya he tomado varias terapias y en estos momentos estoy ‹bien›”. A lo que en lenguaje terapéutico podríamos cuestionarnos “¿Qué es estar ‹bien›?”
Quizá la respuesta será, que nos hemos acostumbrado a cargar y suponemos que otro poquito más no hace mayor diferencia. “Claro que puedo”, “siempre he podido” y “tengo que poder”, “jugando el papel del fuerte” del autoasignado estatus de ser el soporte para otros, porque yo puedo y quiero acompañar a los otros en momentos difíciles.
Sabemos que la constante en nuestra vida es el cambio, revisando un año cualquiera en nuestra vida nos damos cuenta de que está lleno de eventos inesperados y esperados, incluso ansiados o buscados. Tanto en nosotros mismos como en las personas que nos rodean: enfermedades, fallecimientos, perdidas, cambios en el estatus laboral, éxitos y conflictos de mayor o menor grado en el ámbito familiar, laboral, social.
Cuantos cambios físicos y emociones diversas, que nos impactan y que en mayor o menor grado nos han quitado la paz, y quizá con las herramientas que hemos adquirido, logramos tener un equilibrio y sensación de satisfacción, en nuestra vida.
Si bien lo anterior es válido para nuestra vida personal, y reconocemos que en ocasiones necesitamos de nuestras redes de apoyo y no en pocos sucesos hemos buscado un apoyo terapéutico, con mayor razón el apoyo terapéutico es especialmente valioso cuando agregamos a nuestra vida el estrés del trabajo terapéutico.
Reconocemos que nuestros pacientes de terapia representan para nosotros el más grande y preciado tesoro, pues son personas que abren su corazón y nos permiten entrar a la intimidad de su corazón, allí donde solemos encontrar gran dolor por pérdidas y experiencias con las que les ha costado lidiar.
Allí donde la empatía nos permite entrar en el mundo del paciente y tocar muy de cerca su dolor, sus historias y el impacto de sus emociones mueven también nuestra afectividad; desde la compasión que nos toca en lo más profundo de nuestro ser humano hasta enojo o alegría.
Sabemos también que, no pocas veces las experiencias de nuestros pacientes nos detonan recuerdos, vivencias propias a las que, en terapia debemos aplicar el concepto de “epoche”; suspender temporalmente mi vivencia, mi juicio y lo que significa para mí. Se dice que, para no entorpecer el proceso de terapia de mi paciente, el terapeuta debe poner en una “bolsita” lo que no es del paciente.
Entonces, ¿Cuándo vaciamos la “bolsita” que hemos ido llenando a lo largo de nuestro trabajo terapéutico? Tenemos la valiosa ayuda de la supervisión de casos, donde podemos revisar ¿Cómo me han impactado las vivencias los temas de mi paciente? ¿Cómo y que representan en mi propia vida sus pérdidas?
Si bien no podemos minimizar el valor de la supervisión, no podemos olvidar la terapia personal, como una parte importante del autocuidado, sanar continuamente nuestras heridas personales, reconocer y expresar nuestras emociones, retomar el rumbo de nuestro sentido de vida y de nuestro trabajo terapéutico. Darnos el espacio de sentirnos, de tocar
nuestra conciencia, escucharnos y alimentar nuestra vida espiritual, en forma paralela a nuestra vida religiosa. No podemos olvidar nuestra condición de seres tridimensionales y vulnerables.
Teniendo esto en mente, vale la pena reconocer también que la salud emocional del terapeuta puede abonar a un mejor trabajo terapéutico.
Beatriz Anaya Berrios
Instituto IRMA
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